Aunque
nunca he sido un delincuente, una vez fui detenido y llevado a lo que en ese
entonces era la Policía de Investigaciones del Perú (P.I.P.). Resulta que hubo
una batida en mi barrio y fui detenido junto a otras personas, de mayor edad,
algunas de las cuales se dedicaban a la delincuencia. Por mi estatura, la
policía calculaba que era mayor de edad, aunque solo contara con dieciséis
años.
Ya
en el calabozo de la P.I.P., todos los detenidos recibían la comida que les
alcanzaban sus familiares visitantes; todos, excepto yo. El primer día, los
detenidos me invitaron algo de comer. Pero al día siguiente, al ver que nadie
me visitaba, me preguntaron cuál era la razón. Respondí que estaba distanciado
de mi madre (efectivamente, luego de la muerte de mi padre -quien en vida casi no nos dejaba salir a la calle a mis hermanos y a
mí- yo creí haber alcanzado la libertad, y en nombre suyo me rebelé contra
mi madre e hice mi vida fuera de casa). Tras escuchar mi respuesta,
sorprendidos y decididos, se abalanzaron sobre mí unos cuatro sujetos que
lucían cicatrices de cortes en los brazos y hasta en la cara, además de
tatuajes a tinta china, propinándome una feroz andanada de puñetes y bofetadas.
Descargada su furia, los miré con la misma mirada que tienen los perros luego
de haber sido castigados, casi como implorando una explicación. Entonces uno,
que era como la voz de todos, me dijo: «¿Que tú eres cojudo? ¿No sabes que aquí la
única que vendrá a verte será tu viejita?»
Esos
delincuentes, a quienes la sociedad no concibe como capaces de tener algún
código de ética, me enseñaron el valor de una madre. Y es que para una madre no
hay un hijo que sea tan perverso: siempre irá -haciendo a un lado su vergüenza y su dignidad- a visitar a un hijo
preso, sin importarle si ha cometido el peor de los crímenes.
Ese
amor a prueba de todo -que nosotros
sentimos y disfrutamos desde cuando estamos en su vientre- hace de la madre
el ser más entrañable y cercano a nosotros. Y de ahí que no haya dolor más
cruel que cuando una madre pierde a un hijo, o cuando un hijo pierde a su
madre.
Keiko
Fujimori no tiene la más mínima noción de esto. Mientras hasta los peores
criminales tienen conciencia del valor de una madre, ella ha demostrado ser un
engendro desnaturalizado, monstruoso y diabólico, que abandonó a su madre en la
hora de la tortura, prefiriendo el poder y el dinero robado que ostentaba el
padre, uno de los dictadores más corruptos y sanguinarios.
Una
mujer, como Keiko Fujimori, que no tiene amor para con su propia madre, ¿podría
tenerlo por el país?
© Jorge Castillo Fan
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