viernes, 24 de julio de 2020

“El primer vicús”

Prólogo

Como Odiseo, que emprende su regreso a Ítaca, luego de una temporada preso de los placeres que le ofrecía la diosa Calipso, vuelve el personaje de esta novela, Juan Valladolid a su Piura natal, desvistiendo su alma y poniéndose nuevamente sus ropajes ancestrales.

En “El primer vicús” de Gonzalo Higueras, el protagonista, con una vida en Italia fructífera y llena de logros profesionales, ha podido adormecer esa parte del alma, que de pronto nos acecha, y se apodera de nosotros, de forma repentina. Se ha vuelto él mismo un “italiano” y pretende haber adoptado las formas de vestir, de actuar, de hablar, de sentir, de un mundo más “civilizado”. Debe entonces, navegar, Juan Valladolid, como navega Odiseo, por los mares procelosos de su propia búsqueda, que es la de todos los seres, por la develación de su origen. Ese origen social, étnico, nos da respuestas muy profundas acerca de nuestro propio ser, que debe, en primer lugar, decantarse entre todo lo aprendido para manifestarse plenamente. 

“El primer vicús”

Entender lo que sucede en la sociedad donde tuvo sus primeras experiencias de vida, es la tarea excluyente, y a partir de este proceso, el novelista, Gonzalo Higueras, se va convirtiendo en personaje oculto de la narración, desde una perspectiva muy personal. Lo que es, al principio una búsqueda de hechos concretos, se va convirtiendo a lo largo del relato en un descubrimiento personal. El ser social se convierte en un aspecto de nuestra conciencia. Va descubriendo los elementos que servirán para su investigación, a partir de anotaciones rigurosamente organizadas.

Su trabajo, inicialmente científico formal, con una estructura racional, se va transformando poco a poco en una búsqueda espiritual. Descubre que se trata, en el fondo, no solo de entender hechos, sino, antes bien, de entenderse a sí mismo. ¿Quién es él, verdaderamente? ¿De dónde viene? ¿Adónde va? Más allá de su familia, más allá de la iconografía y de las particularidades culturales, subyace la eterna pregunta que se vuelve entonces universal: ¿Quiénes somos verdaderamente?

Es el Perú desde sus inicios, un conjunto de etnias dispares, diferentes, muchas veces contradictorias, con sus propios elementos e iconografía, con sus particulares cosmovisiones. Son etnias como la tallán, la vicús, las que permanecen en medio de otras culturas prehispánicas de gran potencia y presencia, más allá de la civilización inca que fue la dominante en su momento histórico. Por su geografía montañosa, desértica, selvática, esas culturas se fueron desarrollando aisladamente. Es, entonces el Perú, un país aún no amalgamado, con visiones contradictorias, a veces enfrentadas. Una especie de archipiélago cultural, entre montañas, selvas y desiertos. Un archipiélago en proceso de amalgama que no quiere perder su identidad, que quiere rescatar aquella esencia que subyace y se manifiesta de manera subrepticia. El descubrimiento 

Prólogo de la cultura Vicús

Gonzalo Higueras Cortés

Es un trabajo aún pendiente, un mundo al que Gonzalo Higueras nos abre la puerta y nos muestra, para nuestra maravilla y deleite. Nuestro país, hoy, con una cultura, un idioma, una cosmovisión europea dominantes, sin embargo, tiene rasgos que provienen de sus ancestros, que aún se mueven en el ámbito espiritual y que actúan en forma subrepticia. Mil cosas que no entendemos plenamente del comportamiento social, a veces aparentemente irracional de nuestros pueblos provienen de esas antiguas visiones del universo. Esta novela nos muestra las manifestaciones culturales originales de un pueblo que espera agazapado su momento, para dar un salto en nuestra conciencia. Pero nos muestra también el mestizaje y los procesos de sustitución cultural, las asimilaciones y aquellas manifestaciones que permanecen subyacentes. El sincretismo que adaptó la religiosidad predominante, a las manifestaciones ancestrales, que nunca desaparecieron a pesar de los extirpadores de idolatrías. En este contexto, las expresiones rituales demuestran sus hondas raíces en un devenir que tiene una historia milenaria. Ahí, el señor de Ayabaca, con un influjo que trasciende el ámbito local y estatal, y que ha de representar a una peregrinación anterior, perdida en los anales de los tiempos. La cocina, por ejemplo, que tiene una connotación ritual en nuestros pueblos. No solo con la exacerbación del sentido del placer, sino como una forma de honrar al invitado, de hacerle participar de un ágape con los dioses. No solo valen los ingredientes, sino el acto mismo de compartir in illo témpore. El pago a la tierra, tan presente y cotidiano, que forma parte del ritual de los campesinos, al momento de brindar con los presentes. La poesía popular, con un sabio humor, como una forma de afirmación, de mostrar presencia, de manifestar identidad, de decir: aquí estamos, esto somos, a pesar de los siglos de dominación. 

El primer vicús

La alfarería, enraizada en antiguos procesos y técnicas ancestrales, que muestra motivos regionales y, a la vez una creatividad perfectamente contemporánea y personal. La música, generalmente pentafónica, descendiente de expresiones nativas que reinterpretan la naturaleza y la vuelven una expresión de la sensibilidad campesina y popular. Todo esto nos muestra “El primer vicús”, como expresión de una literatura sólidamente regional, que se va tornando universal, mientras se van descubriendo sus hondas raíces en lo humano, en el espíritu y en la trascendencia. Donde lo mitológico se encuentra con lo real y nos da las claves de los mecanismos inconscientes que trascienden a los hombres.

Hacía falta esta novela, en el concierto de nuestra literatura, con una mirada amplia que se va volviendo local y que va recorriendo el camino contrario: desde afuera, hacia sí misma. Una novela de descubrimiento y de auto develamiento. Para lograr su objetivo, debe Juan Valladolid, como Ulises, enfrentarse a sus enemigos externos e internos, mientras lo espera una paciente Penélope al final del camino, tejiendo y destejiendo los hilos de su propia vida, con la oculta consciencia de que vendrá su señor desde lejanas tierras a encontrarla. Abro las puertas con entusiasmo a esta novela en que el autor cierra un círculo, del final de “El último tallán”, hacia el principio de “El primer vicús” son dos novelas, diría yo, si bien independientes, perfectamente complementarias, donde Gonzalo Higueras nos muestra con maestría el camino hacia nuestra identidad.

Lino Bolaños Baldassari

miércoles, 22 de julio de 2020

Don Alejo

La ardorosa calentura de la mañana se posa como un rayo de sol sobre la piel de Fernando Rodríguez. Al despertar recuerda el libro de su padre, don Alejo, el fresco papel lo hace recordar una y otra vez, y se vuelve cotidiano en su contenido, muy entendible, por cierto, y a la vez perturbador. Le había parecido algo insignificante algunas veces y otras un verdadero misterio que le perseguía con flama en su mente durante el día y más durante la noche. Una de aquellas noches, apartó las sábanas para levantarse y volver la mirada al pasado, a la misma sombra del misterio, a aquel donde su padre punzó por aquellos mensajes llenos de lirismo y amor que a veces se olvidan en palabras ausentes de sonido, pero al traerlas al presente se vuelven tenaces en su contenido interior. De hecho, había días que las olvidaba, así pululamos los humanos entre la realidad y la ficción, entre el recuerdo y el olvido, pero la simple y corta invocación que dejó don Alejo, su padre, y en ello su universo, fue la mecha que inició el fuego de la confusión; confusión que se convirtió en pasión. Los grandes hombres y sus memorias son como sombras espléndidas que se atrapan en el campo de la soledad. Y a veces las soledades ya no vienen a ser sino ruinas melancólicas que señalan el sitio donde nos fustiga el deseo.

Fernando pregunta a Marianela, su esposa, si era cierto que el tiempo derrumba todo sentido a la vida o si la vida adquiere sentido con el tiempo; entonces Fernando acompañado de su fiel pareja alcanza, con aquella valentía de venezolano antiguo, abrazar, metafóricamente hablando, la curiosidad y la pasión por su padre, sus melancolías, sus deseos y más aún sus recuerdos. Él creía conocer todo referente a su padre. Creía saber quién era. Pero todo divagaba en aquellos recuerdos del momento, de los inicios, de los finales y de los suspiros.

El Guárico, una de las regiones más hermosas de tierras venezolanas, fue el lugar donde nació y vivió Alejandro Rodríguez Guzmán. Tucupido, el llamado granero del Guárico, fundado cerca de Morrocoyes, era una suerte de Macondo de Gabriel García Márquez donde los Torrealba y los frailes misioneros tenían historias cíclicas y temporales, donde los años fueron repitiendo los hechos y las costumbres, como los Buendía, los mismos nombres y apellidos reciclados con personajes que se fueron fusionando entre la realidad y la fantasía.

Don Alejo, nació en Tucupido una noche de lluvia torrencial en 1909, se casó con Olga Méndez Rubín, y de aquella relación nacieron: María Mercedes, Alejandro, Olga, Fernando, Perla (+), Orlando (+), Javier, Octavo (+), Morella y Zoraya. Como reza un antiguo presentimiento, “todo tiene su tiempo y todo lo que se quiere tiene su hora”. Don Alejo fue un hombre de costumbres puras, donde encontró calma en las naturalezas feroces, corrigiendo las asperezas de los caracteres, o, mejor dicho, los malos caracteres, reprimiendo aquellos arranques de temperamentos frágiles. La custodia de su sabiduría estuvo en saber mantener las costumbres y lecciones de frugalidad, que es en el fondo lo que don Alejó nos legó con grandeza: una senda de virtudes y ternura.

Fernando Rodríguez, Gonzalo Higueras,
Blanca Ugarte Quiroz, Marianela Vizcaya

Los antecedentes de un venezolano de valor, o de cualquier ser humano pueden ser muchas, y nombrarlas nos pueden dar un suspiro de alegría como pergaminos naturales, pero no en Don Alejo que su vida dio frutos verdaderos como aquel llanero de tradiciones españolas, trabajador incansable, ingenioso autodidacta, fundador de la Casa de la Cultura del valle de la Pascua, promotor del parque Arévalo Cedeño, designado por el ex presidente Rafael Caldera gobernador del estado Guárico, “padre” del distrito Ribas, “cuidador” de los nativos de Tucupido, filósofo y filántropo natural. Entre sus propiedades “Loma Alta”, “Mochuelo”, “Las Crucetas”, “Caro Macho”, y otras… Fue defensor del ganado criollo cruce con el cebú de Brasil. Acrecentó su bagaje interior apoyando el desarrollo urbanístico de su estado. Y contribuyó con la gran industria petrolera americana Venezuelan Atlantic Refining Company.

Las piedras sueltas que encontró en el camino don Alejo fueron cada una colocadas en su lugar, “pareando” seguramente las malas y arreglando las buenas, siempre a beneficio, siempre con un tono de satisfacción.

Los hombres no tenemos el tiempo comprado, como lo piensa Fernando Rodríguez, su hijo, al recordar a su padre; la época remota que descubre a través de Don Alejo hiela de respetuoso entusiasmo vasto enigma en el campo de las conjeturas, pero las ráfagas del tiempo le hacen vislumbrar senderos que centellan en el crepúsculo de la vida para encaminarse hacia la verdad.

Pero queda en la memoria aquel legado que es la continuación de la esperanza y la inmortalidad. Los detalles pueden ser muchos, las obras en exceso, como aplaudimos a don Alejo, pero más allá de competir en esta vida con los sinsabores de la gente en la abundancia del deseo, y de la ilusión; las “gracias a la vida” como dijo Violeta Parra, nos lleva decirle a don Alejo, gracias a la amabilidad, gracias al hombre abundante en abrazos, gracias a la sonrisa simple, gracias al olvido del egoísmo, gracias a las soluciones de las crisis y gracias al consuelo humano.

Y será así como Fernando, junto a su fiel compañera Marianela, tendrán en la memoria una inquebrantable compasión por el hombre que se “alejó” un día del año 1980, seguramente sus rodillas cedieron finalmente apoyando sus manos en el corazón y seguramente sin lágrimas en los ojos, como los hombres valientes, dejó en su aliento aquel suspiro que nos hace decir de cuando en cuando con amor: allí está don Alejo.

Escribe:
Gonzalo Higueras Cortés


 

lunes, 20 de julio de 2020

Quien no ama a su madre, no ama a nadie (Una lección para Keiko)

Aunque nunca he sido un delincuente, una vez fui detenido y llevado a lo que en ese entonces era la Policía de Investigaciones del Perú (P.I.P.). Resulta que hubo una batida en mi barrio y fui detenido junto a otras personas, de mayor edad, algunas de las cuales se dedicaban a la delincuencia. Por mi estatura, la policía calculaba que era mayor de edad, aunque solo contara con dieciséis años.

Ya en el calabozo de la P.I.P., todos los detenidos recibían la comida que les alcanzaban sus familiares visitantes; todos, excepto yo. El primer día, los detenidos me invitaron algo de comer. Pero al día siguiente, al ver que nadie me visitaba, me preguntaron cuál era la razón. Respondí que estaba distanciado de mi madre (efectivamente, luego de la muerte de mi padre -quien en vida casi no nos dejaba salir a la calle a mis hermanos y a mí- yo creí haber alcanzado la libertad, y en nombre suyo me rebelé contra mi madre e hice mi vida fuera de casa). Tras escuchar mi respuesta, sorprendidos y decididos, se abalanzaron sobre mí unos cuatro sujetos que lucían cicatrices de cortes en los brazos y hasta en la cara, además de tatuajes a tinta china, propinándome una feroz andanada de puñetes y bofetadas. Descargada su furia, los miré con la misma mirada que tienen los perros luego de haber sido castigados, casi como implorando una explicación. Entonces uno, que era como la voz de todos, me dijo: «¿Que tú eres cojudo? ¿No sabes que aquí la única que vendrá a verte será tu viejita?»

Esos delincuentes, a quienes la sociedad no concibe como capaces de tener algún código de ética, me enseñaron el valor de una madre. Y es que para una madre no hay un hijo que sea tan perverso: siempre irá -haciendo a un lado su vergüenza y su dignidad- a visitar a un hijo preso, sin importarle si ha cometido el peor de los crímenes.

Ese amor a prueba de todo -que nosotros sentimos y disfrutamos desde cuando estamos en su vientre- hace de la madre el ser más entrañable y cercano a nosotros. Y de ahí que no haya dolor más cruel que cuando una madre pierde a un hijo, o cuando un hijo pierde a su madre.

Keiko Fujimori no tiene la más mínima noción de esto. Mientras hasta los peores criminales tienen conciencia del valor de una madre, ella ha demostrado ser un engendro desnaturalizado, monstruoso y diabólico, que abandonó a su madre en la hora de la tortura, prefiriendo el poder y el dinero robado que ostentaba el padre, uno de los dictadores más corruptos y sanguinarios.

Una mujer, como Keiko Fujimori, que no tiene amor para con su propia madre, ¿podría tenerlo por el país?

© Jorge Castillo Fan