miércoles, 22 de julio de 2020

Don Alejo

La ardorosa calentura de la mañana se posa como un rayo de sol sobre la piel de Fernando Rodríguez. Al despertar recuerda el libro de su padre, don Alejo, el fresco papel lo hace recordar una y otra vez, y se vuelve cotidiano en su contenido, muy entendible, por cierto, y a la vez perturbador. Le había parecido algo insignificante algunas veces y otras un verdadero misterio que le perseguía con flama en su mente durante el día y más durante la noche. Una de aquellas noches, apartó las sábanas para levantarse y volver la mirada al pasado, a la misma sombra del misterio, a aquel donde su padre punzó por aquellos mensajes llenos de lirismo y amor que a veces se olvidan en palabras ausentes de sonido, pero al traerlas al presente se vuelven tenaces en su contenido interior. De hecho, había días que las olvidaba, así pululamos los humanos entre la realidad y la ficción, entre el recuerdo y el olvido, pero la simple y corta invocación que dejó don Alejo, su padre, y en ello su universo, fue la mecha que inició el fuego de la confusión; confusión que se convirtió en pasión. Los grandes hombres y sus memorias son como sombras espléndidas que se atrapan en el campo de la soledad. Y a veces las soledades ya no vienen a ser sino ruinas melancólicas que señalan el sitio donde nos fustiga el deseo.

Fernando pregunta a Marianela, su esposa, si era cierto que el tiempo derrumba todo sentido a la vida o si la vida adquiere sentido con el tiempo; entonces Fernando acompañado de su fiel pareja alcanza, con aquella valentía de venezolano antiguo, abrazar, metafóricamente hablando, la curiosidad y la pasión por su padre, sus melancolías, sus deseos y más aún sus recuerdos. Él creía conocer todo referente a su padre. Creía saber quién era. Pero todo divagaba en aquellos recuerdos del momento, de los inicios, de los finales y de los suspiros.

El Guárico, una de las regiones más hermosas de tierras venezolanas, fue el lugar donde nació y vivió Alejandro Rodríguez Guzmán. Tucupido, el llamado granero del Guárico, fundado cerca de Morrocoyes, era una suerte de Macondo de Gabriel García Márquez donde los Torrealba y los frailes misioneros tenían historias cíclicas y temporales, donde los años fueron repitiendo los hechos y las costumbres, como los Buendía, los mismos nombres y apellidos reciclados con personajes que se fueron fusionando entre la realidad y la fantasía.

Don Alejo, nació en Tucupido una noche de lluvia torrencial en 1909, se casó con Olga Méndez Rubín, y de aquella relación nacieron: María Mercedes, Alejandro, Olga, Fernando, Perla (+), Orlando (+), Javier, Octavo (+), Morella y Zoraya. Como reza un antiguo presentimiento, “todo tiene su tiempo y todo lo que se quiere tiene su hora”. Don Alejo fue un hombre de costumbres puras, donde encontró calma en las naturalezas feroces, corrigiendo las asperezas de los caracteres, o, mejor dicho, los malos caracteres, reprimiendo aquellos arranques de temperamentos frágiles. La custodia de su sabiduría estuvo en saber mantener las costumbres y lecciones de frugalidad, que es en el fondo lo que don Alejó nos legó con grandeza: una senda de virtudes y ternura.

Fernando Rodríguez, Gonzalo Higueras,
Blanca Ugarte Quiroz, Marianela Vizcaya

Los antecedentes de un venezolano de valor, o de cualquier ser humano pueden ser muchas, y nombrarlas nos pueden dar un suspiro de alegría como pergaminos naturales, pero no en Don Alejo que su vida dio frutos verdaderos como aquel llanero de tradiciones españolas, trabajador incansable, ingenioso autodidacta, fundador de la Casa de la Cultura del valle de la Pascua, promotor del parque Arévalo Cedeño, designado por el ex presidente Rafael Caldera gobernador del estado Guárico, “padre” del distrito Ribas, “cuidador” de los nativos de Tucupido, filósofo y filántropo natural. Entre sus propiedades “Loma Alta”, “Mochuelo”, “Las Crucetas”, “Caro Macho”, y otras… Fue defensor del ganado criollo cruce con el cebú de Brasil. Acrecentó su bagaje interior apoyando el desarrollo urbanístico de su estado. Y contribuyó con la gran industria petrolera americana Venezuelan Atlantic Refining Company.

Las piedras sueltas que encontró en el camino don Alejo fueron cada una colocadas en su lugar, “pareando” seguramente las malas y arreglando las buenas, siempre a beneficio, siempre con un tono de satisfacción.

Los hombres no tenemos el tiempo comprado, como lo piensa Fernando Rodríguez, su hijo, al recordar a su padre; la época remota que descubre a través de Don Alejo hiela de respetuoso entusiasmo vasto enigma en el campo de las conjeturas, pero las ráfagas del tiempo le hacen vislumbrar senderos que centellan en el crepúsculo de la vida para encaminarse hacia la verdad.

Pero queda en la memoria aquel legado que es la continuación de la esperanza y la inmortalidad. Los detalles pueden ser muchos, las obras en exceso, como aplaudimos a don Alejo, pero más allá de competir en esta vida con los sinsabores de la gente en la abundancia del deseo, y de la ilusión; las “gracias a la vida” como dijo Violeta Parra, nos lleva decirle a don Alejo, gracias a la amabilidad, gracias al hombre abundante en abrazos, gracias a la sonrisa simple, gracias al olvido del egoísmo, gracias a las soluciones de las crisis y gracias al consuelo humano.

Y será así como Fernando, junto a su fiel compañera Marianela, tendrán en la memoria una inquebrantable compasión por el hombre que se “alejó” un día del año 1980, seguramente sus rodillas cedieron finalmente apoyando sus manos en el corazón y seguramente sin lágrimas en los ojos, como los hombres valientes, dejó en su aliento aquel suspiro que nos hace decir de cuando en cuando con amor: allí está don Alejo.

Escribe:
Gonzalo Higueras Cortés