La ardorosa calentura de la mañana se posa como un
rayo de sol sobre la piel de Fernando Rodríguez. Al despertar recuerda el libro
de su padre, don Alejo, el fresco papel lo hace recordar una y otra vez, y se
vuelve cotidiano en su contenido, muy entendible, por cierto, y a la vez
perturbador. Le había parecido algo insignificante algunas veces y otras un
verdadero misterio que le perseguía con flama en su mente durante el día y más
durante la noche. Una de aquellas noches, apartó las sábanas para levantarse y
volver la mirada al pasado, a la misma sombra del misterio, a aquel donde su
padre punzó por aquellos mensajes llenos de lirismo y amor que a veces se
olvidan en palabras ausentes de sonido, pero al traerlas al presente se vuelven
tenaces en su contenido interior. De hecho, había días que las olvidaba, así
pululamos los humanos entre la realidad y la ficción, entre el recuerdo y el
olvido, pero la simple y corta invocación que dejó don Alejo, su padre, y en
ello su universo, fue la mecha que inició el fuego de la confusión; confusión
que se convirtió en pasión. Los grandes hombres y sus memorias son como sombras
espléndidas que se atrapan en el campo de la soledad. Y a veces las soledades
ya no vienen a ser sino ruinas melancólicas que señalan el sitio donde nos
fustiga el deseo.
Fernando pregunta a Marianela, su esposa, si era
cierto que el tiempo derrumba todo sentido a la vida o si la vida adquiere
sentido con el tiempo; entonces Fernando acompañado de su fiel pareja alcanza,
con aquella valentía de venezolano antiguo, abrazar, metafóricamente hablando,
la curiosidad y la pasión por su padre, sus melancolías, sus deseos y más aún
sus recuerdos. Él creía conocer todo referente a su padre. Creía saber quién
era. Pero todo divagaba en aquellos recuerdos del momento, de los inicios, de
los finales y de los suspiros.
El Guárico, una de las regiones más hermosas de
tierras venezolanas, fue el lugar donde nació y vivió Alejandro Rodríguez
Guzmán. Tucupido, el llamado granero del Guárico, fundado cerca de Morrocoyes,
era una suerte de Macondo de Gabriel García Márquez donde los Torrealba y los
frailes misioneros tenían historias cíclicas y temporales, donde los años
fueron repitiendo los hechos y las costumbres, como los Buendía, los mismos
nombres y apellidos reciclados con personajes que se fueron fusionando entre la
realidad y la fantasía.
Don Alejo, nació en Tucupido una noche de lluvia
torrencial en 1909, se casó con Olga Méndez Rubín, y de aquella relación
nacieron: María Mercedes, Alejandro, Olga, Fernando, Perla (+), Orlando (+),
Javier, Octavo (+), Morella y Zoraya. Como reza un antiguo presentimiento,
“todo tiene su tiempo y todo lo que se quiere tiene su hora”. Don Alejo fue un
hombre de costumbres puras, donde encontró calma en las naturalezas feroces,
corrigiendo las asperezas de los caracteres, o, mejor dicho, los malos
caracteres, reprimiendo aquellos arranques de temperamentos frágiles. La
custodia de su sabiduría estuvo en saber mantener las costumbres y lecciones de
frugalidad, que es en el fondo lo que don Alejó nos legó con grandeza: una
senda de virtudes y ternura.
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Fernando Rodríguez, Gonzalo Higueras, Blanca Ugarte Quiroz, Marianela Vizcaya |
Los antecedentes de un venezolano de valor, o de cualquier ser humano pueden ser muchas, y nombrarlas nos pueden dar un suspiro de alegría como pergaminos naturales, pero no en Don Alejo que su vida dio frutos verdaderos como aquel llanero de tradiciones españolas, trabajador incansable, ingenioso autodidacta, fundador de la Casa de la Cultura del valle de la Pascua, promotor del parque Arévalo Cedeño, designado por el ex presidente Rafael Caldera gobernador del estado Guárico, “padre” del distrito Ribas, “cuidador” de los nativos de Tucupido, filósofo y filántropo natural. Entre sus propiedades “Loma Alta”, “Mochuelo”, “Las Crucetas”, “Caro Macho”, y otras… Fue defensor del ganado criollo cruce con el cebú de Brasil. Acrecentó su bagaje interior apoyando el desarrollo urbanístico de su estado. Y contribuyó con la gran industria petrolera americana Venezuelan Atlantic Refining Company.
Las piedras sueltas que encontró en el camino don
Alejo fueron cada una colocadas en su lugar, “pareando” seguramente las malas y
arreglando las buenas, siempre a beneficio, siempre con un tono de
satisfacción.
Los hombres no tenemos el tiempo comprado, como lo
piensa Fernando Rodríguez, su hijo, al recordar a su padre; la época remota que
descubre a través de Don Alejo hiela de respetuoso entusiasmo vasto enigma en
el campo de las conjeturas, pero las ráfagas del tiempo le hacen vislumbrar
senderos que centellan en el crepúsculo de la vida para encaminarse hacia la
verdad.
Pero queda en la memoria aquel legado que es la
continuación de la esperanza y la inmortalidad. Los detalles pueden ser muchos,
las obras en exceso, como aplaudimos a don Alejo, pero más allá de competir en
esta vida con los sinsabores de la gente en la abundancia del deseo, y de la
ilusión; las “gracias a la vida” como dijo Violeta Parra, nos lleva decirle a don
Alejo, gracias a la amabilidad, gracias al hombre abundante en abrazos, gracias
a la sonrisa simple, gracias al olvido del egoísmo, gracias a las soluciones de
las crisis y gracias al consuelo humano.
Y será así como Fernando, junto a su fiel compañera
Marianela, tendrán en la memoria una inquebrantable compasión por el hombre que
se “alejó” un día del año 1980, seguramente sus rodillas cedieron finalmente
apoyando sus manos en el corazón y seguramente sin lágrimas en los ojos, como
los hombres valientes, dejó en su aliento aquel suspiro que nos hace decir de
cuando en cuando con amor: allí está don Alejo.