Crear
historias y contarlas a otros con la elocuencia directa y casi natural, que
parecen verdades tomadas de la realidad misma, es todo un oficio que convierte
al narrador en un hechicero, en un contador de mentiras, que formalmente por
razones de convivencia humana: las mentiras se van transformando en verdades,
en el largo camino de la vida.
Esas mentiras que la tribu humana aplaude, que los críticos literarios llaman
novelas o cuentos, que pueblan también la imaginación de los pobladores de una
región, a lo largo del tiempo se convierten en obras maestras. Historias que le
dan brillo a las mediocres vidas de esos hombres y mujeres, cuyas existencias
prosaicas muchas veces no son tan importantes.
Los
pueblos originarios tienen sus narradores orales, sus contadores de cuentos,
que cuando se transforman en comunicadores, y escriben sus verdades en páginas
de libros, son muchas veces temidos como “reveseros”, “ardilosos”, “fascineros”
y “pendencieros”. Sus enemigos los acusan de “adefesieros”, pero sus lectores
anónimos, que los aplauden y los veneran, ensalzan sus historias como verdades
notables, y son excelsas “fantasías”, que brotan del espontaneo humano, de la
inconformidad social, de la insatisfacción y de la rebeldía personal; de allí
nace entonces toda la literatura actual que pregonan los escritores.
Escribir
sobre Víctor Borrero Vargas (1943-2008) es para mí un desafío, un hablar de
fantasmas, una confesión de piurano “a piuranos”. Como yo, Víctor Borrero nació
en Sullana, en el peregrinar de una familia de clase media. Ambos tuvimos que
migrar para estudiar y académicamente hablando descubrimos la “historicidad” en
un momento de grandes contradicciones sociales que vivió el país, lectores de
Jean Paul Sartre, Maurice Merleau-Ponty, y Albert Camus; además de ser
admiradores de los narradores argentinos Roberto Arlt, David Viñas y Eduardo
Mallea, como más de una vez conversamos.
Su
obra narrativa, se desencantó de la narrativa urbana: de la interioridad
insular, del movimiento vertiginoso de las idas y vueltas de lo inasible y lo
descriptivo. Más bien, su narrativa asume una dialéctica viva entre profundidad
y mundo, entre interioridad y exterioridad, en la demostración de la
personalidad social y de la psicología de conducta. Interesada más por la
semántica y lo freudiano, por los comportamientos y las heridas narcisistas de
sus personajes.
Sus cuentos van hacia la síntesis, a los vasos comunicantes de lo inconveniente
de las vidas de estos “ex hombres” que pueblan sus narraciones. Es una obra
extensa, que sin embargo no ha entusiasmado todavía a los críticos literarios,
tal vez por las dificultades para entender el marco social de referencia donde
se desenvuelven las ficciones y sus protagonistas: “El alma de Torres” (1987),
“Jijuneta y Alma Mía” (1991), “¡Derrama tu sangre, Abraham!” (1994), “Tres
mujeres contra el mundo” (1995), “El sueño de Onésimo” (1999), “Happening en la
Milla Seis” (1999), “El pecado es un pasatiempo solitario” (2001), “Cabo
Blanco” (2001), “Cuentos Tallanes” (2012) y “Nuevos Cuentos Tallanes” (2012).
Tiene también “Tangarará” (1993), una pieza de dramaturgia de tres actos,
sobre la primera ciudad española en territorios tallanes, en cuyos escenarios
desfilan actores históricos: Francisco Pizarro, Diego de Almagro, Fray Vicente
Velarde, Hernando de Soto y Nicolás de Rivera, por el bando hispano; y los
caciques nativos Lachira, Maixavilca, y Almotaxe, tomados del referente de los
cronistas.
Su
narrativa adopta lo real: de la estructura gramatical de la oralidad piurana, y
la forma significativa onírica de una aproximación a Juan Rulfo: coincidencias
que transitan y se bifurcan en sus textos, pues todos sabemos las enormes
similitudes de la vida social, el paisaje, las ropas, las costumbres y el habla
de los mexicanos con los piuranos. La esfera de las significaciones sociales y
culturales de sus “Cuentos Tallanes” tiene también encuentros con la narrativa
tarmeña de los cuentos de “Ñahuin”” y “Taita Cristo” de Eleodoro Vargas Vicuña,
y del primer narrador Eduardo González Viaña, en los relatos de “Batalla de
Felipe en la casa de palomas”.
Sin
duda, la obra maestra de Víctor Borrero Vargas es ese puñado de “Cuentos
Tallanes”, de magníficos sarcásticos, atroces y soberbias historias de
un estilo de inesperada perfección, por la visión del mundo que expone, desde
una perspectiva de lo popular, propuesta inteligente con una técnica narrativa
lucida, donde el ímpetu de idealismo -del narrador- fluye para fascinar,
abrumar y mostrarnos el apogeo y la ruina del mundo rural y modeno de una parte
del espacio cultural piurano.
“Conambre”
es un espacio mítico, una población desesperada e invisible, un lugar
imaginario, tal como “Comala” o “Macondo”, el infierno de una utopía inventada
por el narrador omnipresente que narra desde una tercera persona -muchas veces-
diversos sucesos, y es también, una voz colectiva, que quiere representar un
tiempo retorcido, por momentos onírico e interpretativo, una manera ambigua y
tortuosa de presentarnos las acciones de los instintos y las pasiones de sus
personajes. En la novela “Jijuneta y Alma Mía”, la urdimbre
de las acciones de los personajes, nos muestra la épica y el martirio del
pueblo talareño en tiempos de la IPC. con un parabólico mensaje de protesta
social.
La grandeza de los “Cuentos Tallanes” es que nos hace sentir un intenso contenido
simbólico, un mensaje cifrado e histórico de nuestra piuranidad.
Artículo de Armando
Arteaga
Publicado el domingo 07/11/2021 en
el Suplemento "Semana", Diario El
Tiempo, Piura,
sobre la narrativa de Víctor Borrero Vargas.